lunes, abril 18, 2005

Allá, al revés

Primero la envolvió un silencio que la apartó secretamente, gentilmente de aquella masa deforme que habitaba en la sala, no sé por qué. Sí claro, masa del té, masa de la tarde, masa de todos los mismos días, masa reunida alrededor de una mesa (masa, mesa), de unos tragos, de unos ceniceros, masa sumergida en un inescrutable río de palabras inútiles, caparazones viejos, huecos, que chocaban contra esas paredes impermeables (por suerte) sin poder traspasarlas, sin mover un ápice de aire del otro lado. Sólo Elvira traspazó con ojos y todo, con cuerpo y todo; se desvaneció detrás de la puerta, gran y costosa puerta (claro) que llevaba a la sala. Nadie la vio.
Pero del otro lado había algo, habían formas, grandes, eso sí, pero formas iguales a las de siempre, a las del territorio de la masa, de la mesa, eso mismo. ¿Quién diría que era posible, que eso de la percepción, de la máscara, de los nombres también reinara al otro lado, como una peste? Tal vez había sido sólo un juego para hallar las diferencias, juego macabro, trampa del destino, de las "señales" como tantas. ¡Qué va! Ninguna diferencia. Todo era igual o, al menos, todo parecía igual sólo que del otro lado, de algún otro lado donde todo nace, donde ese todo parece integrarse por primera vez a la existencia luego de un aletargado viaje por rumbos intangibles, pero ciertos. ¡Eso! ¡Ahí estuvo! La diferencia. Pero hay más, porque algo se ve, algo se mueve sin que logre ser reconocido por aquellos ojos desorbitados, inundados de niebla, no por la miopía sino por algo que se escapaba a su razón, como si eso no existiera en aquel mundo, o al menos no como en el de la masa, que sigue hablando, balbuceando huecos, qué pena. Y entonces logró distinguir otra forma más entre ese conglomerado de flores gigantes que se balanceaban al ritmo de un viento tácito, imperceptible. Un hombre se acercaba, un hombre alto, grueso, decidido; una mirada entre intuitiva y penetrante intentaba clavarse en sus ojos apenas aclarados, apenas alejados de la confusa, aterradora niebla que empezaba esfumarse. Más cerca, cada vez más cerca, más definible con su piel blanca, joven, libre, más decidido a soltar palabras conocidas pero nunca escuchadas, no sé cómo.
- Ahí estás, demonios, ahí estabas, ¿Dónde estabas? Se supone que tenía que encontrarte hace como (dentro de) un siglo, pero recién ahora te apareces. ¡Qué barbaridad! Bueno, no se puede perder más tiempo. ¡Sube!
Voz gruesa, voz de niño, pero gruesa. ¿Sube? Ahh, sí. A ese carro, nave, lo que sea. No tenía ruedas, no tenía nada que lo anclara al piso. ¿Qué piso? Ni siquiera había piso y recién se daba cuenta de su levitación. Mundo sin piso, sin tiempo, sin aire. ¿Qué es esto?
Subió sin pensarlo, como si el otro, el fuerte, el grande decidiera por ella. Sentada a su lado, protegida, segura, sumergida en una mezcla babosa y amorfa de miedo y espectativa, de incertidumbre e inconformismo, de desolación y picardía, sintió elevarse, como si todo se redujera a la sensación de parque de diversiones. Abajo: nada, la nada, la siempre mencionada nada. Arriba: un cielo de mil colores ordenados, organizados por turnos, que desfilaban no sé bajo qué criterio, uno por uno, inundando las nubes levemente y el resto con mayor fuerza. Cielo rojo, cielo verde, amarillo, azul, violeta, etc, etc. A los lados: movimiento de formas, algunas conocidas y otras por conocer, pétalos gigantes de colores sin nombre, sometidos a un baile sin música audible, pero de alguna manera perceptible, quizá por los nuevos sentidos que sólo ahora parecían despertar de su permanente letargo en el lado de la masa, masa que reía, ahora bebía y reía, pero huecos, otra vez, qué pena. Y al frente, un mundo que se formaba a la misma velocidad de la máquina, la nave, lo que sea; otras formas que nacían en el preciso instante en que Elvira hundía su mirada en ellas, las recorría y volvía a clavar los ojos quietos, petrificados, infinitos. Ya detrás no quedaba un solo movimiento, una sola melodía sobreviviente, sólo ahora, el instante.
- Antes, o sea después ahí donde vives, o crees vivir, esto no era así. Muchas cosas, ¿sabes? El lugar se inundó de cosas y ya no se escuchaba nada, ni siquiera los lamentos desesperados de los que desaparecían, esa composición desgarradora de las tragedias.
Otra vez la voz de niño, gruesa, calmada, palabras conocidas, de alguna manera ya vividas, pero ¿dónde?
- ¡Tragedias! Grandes tragedias. Sentimientos desolados, emociones desangrándose en plena vía. Todo se descomponía en lugar de componerse, al revés de lo que ves ahora. Los jardines eran asfixiados por gases de venganzas ocultas, casi cobardes. La libertad pasaba encerrada, vigilada por incertidumbres que andaban a cargar explosivos supuestamente químicos. Hasta la amenazaron de muerte. ¡No sé qué hubiera pasado si esa amenaza llegaba a cumplirse! Seguramente el fin.
Y entonces lo supo, recordó, (¿Será exactamente eso, recordar? ¿O más bien...?) simplemente se dio cuenta del lugar: lado andamio, lado soporte, donde los objetos y lo que importa (o más bien lo que importa y los objetos) empiezan a nacer para existir luego al lado de la masa, masa destructora, masa hueca, sigue elaborando, tejiendo nada, huecos, vacíos inútiles, mucha, mucha pena. El problema, el único detalle era el tiempo, entenderlo, entender su curso en ese laberinto ahora iluminado que componía su mundo, el lado detrás de las paredes, detrás de los muros, las reglas, lo fijo.
Se detuvieron.
- Espérame. ¿Ves esas flores? Están dañadas, caídas. Sólo hay que enderezarlas un poco. Ya vengo, las arreglo y vengo.
Con la misma decisión y tranquilidad del acercamiento, la voz se bajó, las piernas gruesas, los brazos se alejaron para internarse en ese mundo de hierba gigante, donde los tallos parecían desplazar a los troncos en fortaleza y grozor. Casi como por instinto, Elvira cerró los ojos, ya no importaban, tampoco el resto de sentidos porque ahora una energía salía del jardín gigante, flecha sin escalas destinada a sus oídos, espíritu también gigante, música sagrada. Pero no. Entró por otro lado, directamente, quién sabe cómo; se incrustó de una vez por todas en su alma, como quien deja una huella, un surco sobre una hoja en blanco. La escuchaba, pero no como las risas de la masa, no como los huecos, los vacíos. La sentía adentro, sonando dentro, muy adentro, sólo suya, sólo...
- Ya está. Resagos de los malos tiempos, pero todo poco a poco, así, en paz.
Regresó a ver a Elvira, como compasivo, comprensivo. Pero ella no lo miró, o almenos no a los ojos, seguramente lo estaba viendo en otro lado, con la mirada petrificada, infinita, aparentemente perdida, hundida en el extravagante cielo que no dejaba de presumir colores.
- Sí, ya sé, allá no hay paz y no habrá. Aquí no hubo, allá no habrá. ¿Entiendes? Aquí hay o habrá y allá hubo. Así toca, por turnos; el problema es que ustedes dependen o dependieron de nosotros, o dependerán. ¡Demonios! Ya no sé. Esa desgastante manía de ustedes con el tiempo. Que si ayer, que si ahora, que si en tantos minutos. ¡Ya basta!
¿Cómo? ¿Cómo basta? ¿Y entonces, cómo se hace? No conocía otra forma, no tenía la culpa, había nacido ahí, del otro lado, parte de la mesa, digo, la masa, pobre, qué pena.
- En todo caso, es cuestión suya. Pero están al revés, eso sí es cierto. No en la mentira, sólo al revés, todo está al revés ahí donde vives o, acuérdate, crees vivir.
¿Vives? ¡No, ya no! Ah, pero claro. Si aquí "vives", allá viví. Entonces está bien. Pero cómo saber si el "vives" es de aquí o de allá, porque si es de allá, entonces... ¡No! La masa otra vez, la puerta, los muros, la nada, para qué vine, para qué entré...
-Volverás. Es sólo cuestión de tiempo, de tu tiempo. Las cosas, acuérdate de las cosas, no importan, no las traigas, nunca te atrevas, ya no entran. Sólo eso que sentiste cuando fui a arreglar las flores, empaca eso, llévatelo y trae algo parecido cuando regreses, te irá bien, ya nos vemos.
Otra vez la niebla, no la miopía, sino la niebla inexplicable. Aunque ahora sí podía ser miopía porque la razón volvía a aparecer, a estallar contra la puerta de la sala, la masa, la mesa, los tragos, los huecos. Tampoco la vieron, seguían riendo, escupiendo vacíos, más pena, muchísima más pena.

Muchos años pasaron (en reversa) antes de que pudiera acordarse del presente infinito por el que había escapado ese día en la fiesta de su madre. Le quedó el bicho adentro, eso la hizo recordar. El bicho que sonaba tranquilamente desde el pequeño bolso invisible, morada de emociones, sentimientos, sensaciones y alguno que otro habitante más, colado, ajeno. Pero sólo al principio fue tranquilamente, porque luego empezó a gritar, como si algo lo extrangulara, lo expulsara de ese adentro donde había permanecido tantos días protegido, componiendo temas sin tiempo, embarrados de instante, cantándolos para los oídos invisibles y por eso más ciertos, quizá. Ahora Elvira lo sentía salir, en forma de niño. ¡Pero no, aquí no, aquí no debe ser, se supone que volvería! Al menos ya no había paredes, puertas, muros. Sólo vagaba por la ciudad, con su hijo aún adentro, esperando la promesa, viviendo del aire en una pensión.
El cielo gris, el patio verde y gris, mojado por una lluvia que amenazaba con derrumbar hasta los árboles más imponentes; una pequeña despedida de su compañera de cuarto que se iría unos días a visitar a una tía, la masa corriendo para refugiarse del aguacero, el abandono, el silencio... ¡Ahí estaba! De nuevo, el silencio perfecto, la niebla, la masa cada vez más lejos, las formas formándose.
-¡Siéntate!
Una voz femenina le ordenaba lentamente desde la lluvia, desde el mismo lado.
- ¡Que te sientes!
Más fuerte, más estricta porque ya faltaba poco, porque el bolso se rompía, porque el bebé iba a nacer y no podía salir del alma en ese lado del ayer, del vacío, de la nada. Había que llevarlos, traspasar la pared de nuevo, la promesa, presente eterno, al fin.
Abrió los ojos sobre el desierto desolado, envuelto en una manta que reflejaba los colores desplegados uno a uno por un cielo indeciso y oscuro. Ella también los abrió, sosteniéndolo, reconociendo en su llanto la música infinita que una vez se saltó los canales auditivos para golpear directamente la esencia. Un reloj sangrante, gigante como el sol colgaba del cielo, se escondía tras el mar. Nadie habló, ni el hombre fuerte ni la voz femenina, cuya mirada se había llenado de triunfo y ternura. Sólo el viento rozaba la arena, perturbaba el océano apenas visible. Pero había una luz, una sóla estrella los permitió reconocerse, mirar a lo lejos, descubrir a tres hombres que se acercaban sobre sus camellos, bordeando el desierto, siguiendo una pista.

1 Comentarios:

A la/s 03 mayo, 2005 10:58, Blogger urantian dijo...

y aapuse que me gustan las flores del mal

 

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