lunes, mayo 16, 2005

La mancha

"La historia se diluye, de ahí la prisa. Es imprescindible la velocidad, la precisión, ahora que las gotas oscurecen el papel y la tinta se escurre incontrolablemente".


Desde lejos, la inmensa muralla de acero se mostraba impenetrable. Las oportunidades de ingresar en la ciudad detrás de ella eran muy pocas, solamente portando una convocatoria oficial o perteneciendo a la familia real. Se conocía por rumores (era imposible saber con certeza lo que ocurría detrás de la muralla) que algunas de las estructuras ahí existentes habían sido recientemente restauradas por órdenes del soberano. Aquellas maravillosas edificaciones, con blancos e impecables corredores de mármol, habitaciones forradas de metales puros, derretidos minuciosamente sobre una exquisita composición de valiosísimas gemas, habían sido construidas en el amanecer de los tiempos y secuestradas luego por la ascendencia de los que ahora moraban en ellas. Batallas nefastas, cruentas y devastadoras epidemias habían acabado con el esplendor de gloriosas ceremonias sagradas, cantos de magia, alabanzas a la vida y a la muerte. Los antiguos habitantes, libres transeúntes dentro de la ciudad antigua, fueron despojados de todas sus creaciones, desterrados a una tierra desconocida e inerte, condenados a la infección lacerante de la indignación, a la epidemia expansiva del resentimiento. Fuera de su morada original, se asentaron alrededor de ella , acechantes, esperando el primer aviso sagrado para preparar su reivindicación y recuperar su historia. Pero la espera creció demasiado, al igual que el muro gris e imponente que cubría su última esperanza y los alejaba cada día más de su origen, de su tiempo y de su vida.
Pronto, la voluntad de lucha de los desterrados menguó y fue suplantada por una sospechosa resignación. Tácitamente y a la fuerza, aceptaron el nuevo régimen, pero notaron inmediatamente que la magia y la sabiduría, requisitos indispensables en el corazón de los primeros elegidos, habían sido reemplazadas por oportunismo y engaño, produciendo en los habitantes algo menos que irrespeto y odio.

Comenzó a ocurrir, después de la propagación del rumor, que por alguna razón suspendida en el silencio, nadie asomaba ya fuera de sus viviendas. Las nuevas órdenes habían prohibido los asentamientos a un kilómetro de la muralla. Los guardias aumentaron en número y se dispusieron de tal manera que no quedó un espacio de más de tres metros que no estuviera vigilado. Yo había llegado recientemente al lugar (todavía no me atrevería a llamarla ciudad por lo precario de su condición), atraído por una llamada, si bien no del todo descabellada, lo suficientemente fantástica para atraer mi atención. Se trataba de una aparición inusual, una mancha inexplicable de color entre café y rojizo que había asomado en distintos lugares de la ciudad amurallada, y aumentado su tamaño en cada manifestación. Temían que se tratara de una epidemia, pues todo intento de eliminarla había terminado en fiebre y alucinaciones, según los moradores, endemoniadas. “Venga, ayúdenos. Le recompensaremos. Una vez aquí, sabremos ponernos en contacto con usted”. Y colgaron.

Tras haberme hospedado durante cinco días en una modesta residencia, recibí una convocatoria. Debía estar listo a la mañana siguiente, una carroza oficial pasaría a verme. Las horas nocturnas transcurrieron sin más sorpresas que la presencia cada vez más notoria de voces reunidas, disonantes, confrontadas en debate. Había una discusión recurrente detrás de las paredes contiguas. “Muy peligroso”, “es necesario”, “igual moriremos”, eran algunas de las palabras que lograban cruzar la madera corroída para integrar mis reflexiones y experiencias de turista.

Un coche blanco y enteramente adornado de plata y jade se estacionó frente a la vivienda que me acogía. Con los instrumentos necesarios dentro de una bolsa, me apresuré a la puerta del extravagante artefacto. “Le agradecemos su presencia, doctor. Su conocimiento es nuestra esperanza”. La voz del conductor sonó algo desesperada, casi adolorida. Comencé a elucubrar, a construir, a partir de mi fallida intuición y las proféticas palabras de mi acompañante, una historia de desastre, donde la ciudad detrás de la muralla agonizaba en las hambrientas garras de una fiebre terrible. En lo más intenso de mi inducido espanto, sentí la sombra de un individuo sobre mis piernas. Uno de los habitantes, que ahora deambulaban por cientos, en grupos armados e iracundos, se había lanzado violentamente sobre la carroza oficial, apoyando sus ensangrentadas manos sobre la ventana que me separaba de él, agonizando, suplicando implícitamente su salvación.

- Les avisamos. No debían acercarse a un kilómetro del círculo de vigilancia, pero no obedecieron. Órdenes son órdenes. Usted entiende.

Regresé la mirada hacia la ventana. Una huella roja de manos ensangrentadas deslizándose hacia el suelo había embarrado el vidrio, reemplazando el lastimoso rostro. A lo lejos, alcancé a reconocer al asesino, guardando el arma en su espalda, siguiendo atentamente nuestra trayectoria.

A medida que nos acercábamos a la muralla, los enfrentamientos aumentaban en violencia y en número. Los habitantes fuera de la ciudad antigua habían avanzado muy cerca de la inmensa muralla yeran reprimidos severamente por los guardias reales.

- Supusimos que esto ocurriría cuando se enteraron de la reconstrución. Supersticiones, Dr. Creen que sólo los arquitectos originales de la ciudad pueden modificarla o levantar nuevas edificaciones, de lo contrario, la ira de los dioses, bla bla bla. Ya se cansarán. Es imposible cruzar la muralla a la fuerza. Ya verá usted. Pronto nos pondremos a salvo. ¿Está usted bien, Dr.?

Debió ser por mi cara de asco al ver decenas de cuerpos despojados de su fuerza vital, manchados de rojo, pares de ojos abiertos que parecían reclamar la continuidad de su existencia en algún otro lado. No recuerdo si respodí. En ese momento había olvidado incluso la razón de mi llegada a ese espantoso lugar.

Para cruzar la muralla fue necesaria la revisión de todo mi equipo de trabajo, así como de todos los papeles que demostraran mi identidad. “Formalismos. Entienda usted.” Una vez entregada y sellada la documentación, ingresamos en un túnel aparentemente escondido. Al fondo, asomaban las primeras imágenes de un mundo completamente nuevo, inmenso, inmune al tiempo, entregado por entero a un silencio impenetrable e infinito. Las construcciones se levantaban orgullosas, inquebrantables. El metal que las cubría, despedía un brillo intenso que iluminaba toda la ciudad. Los jardines, repletos de colores, completaban una composición de cuento, de maravilla suspendida en la eternidad. Nadie, sin embargo, parecía querer disfrutar de tan extrema belleza, pues éramos lo único que circulaba por los caminos de aquel paraíso ausente.

Finalmente, nos estacionamos frente a la estructura central, residencia del gobernante. La apariencia de esta edificación contrastaba notablemente con las que acababa de admirar. El metal era opaco y la forma incluía elementos rectangulares, en lugar del contorno orgánico que mostraban la mayoría de construcciones.Un pequeño hombrecito nos recibió aturdido.

- Gracias Dr. Es usted tan amable. Es imposible ya soportar más. Está por todo lado, es incontrolable. Venga, ¡pronto!

Al bajar del coche, un débil olor a sangre golpeó mi rostro. Cruzamos la entrada.

- Arriba, doctor.

Por dentro, el edificio era completamente blanco, forrado de mármol. Una extensa escalera nos condujo a al inquieto hombrecito y a mi, a una habitación cerrada. De un bolso metálico, el pequeño individuo sustrajo una especie de argolla con una figura en el centro y la aplastó contra un diseño similar pero en bajo relieve, ubicado en el centro de la puerta que nos separaba de la misteriosa habitación. La entrada quedó libre. Adentro, efectivamente, un líquido rojo se extendía en el techo manchando irremediablemente el metal que lo cubría. Varios criados, cargados con baldes y esponjas, subidos en inestables escaleras, intentaban con todas sus fuerzas de eliminar la inexplicable mancha, entre toses y respiraciones entrecortadas. No había espacio que quedara limpio más de tres segundos, pues el líquido surgía nuevamente de la nada invadiendo toda la superficie de color rojo. Se derramaba por las paredes y amenazaba con escapar de la habitación. Fue entonces, al recorrer la trayectoria de la extraña sustancia, que me encontré con la más aterradora de las escenas. El líquido, convertido en una masa hirviente, ebullendo, envolvía a un hombre que se retorcía en una esquina, ahogándose porque la mancha penetraba en sus oídos, en su boca, en cualquier orificio de su cuerpo. No podía gritar, pero mantenía la boca abierta, al igual que los ojos a punto de explotar por la presión que ejercía el líquido.

– ¡Cómo es posible! ¡Tan rápido! ¡Se come al soberano! Haga algo por favor. – Suplicaba el hombrecillo mientras se acercaba al moribundo.

No hubo tiempo. Un guardia me forzó a salir de la habitación.

– Lo lograron, están entrando por todo lado. Tengo órdenes de protegerlo. Debe venir con nosotros.

Los seguí sin pensar. La imagen que acababa de presenciar se quedó impregnada en mis ojos. Me condujeron al último piso.

Desde aquí todo está más claro ya. A través de un inmenso ventanal, alcanzo a divisar, a lo lejos, cientos, miles de hombres y mujeres que traspasan la muralla; el silencio habitual ha sido reemplazado por intensos gritos de pelea, de dolor y de muerte. Avanzan a toda velocidad sin ropa, sin piel, sin carne, levantando con fervor sus lanzas, sus cuchillos, sus espadas. Los guardias, aterrados, se enfrentan a esqueletos invensibles, muertos inconclusos. En el cielo, unas nubes rojizas se derraman en forma de líquido viscoso.

2 Comentarios:

A la/s 16 mayo, 2005 11:43, Anonymous Anónimo dijo...

BIEN KARENCITA!!!
Estuvo muy bien, me envolvio totalmente...

 
A la/s 16 mayo, 2005 12:59, Anonymous Anónimo dijo...

Me pareció pleno muy bien redactado, y con una imaginación que te llevará muy lejos.

 

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