RefleJciones
“Se abre la puerta, la de siempre. Siempre a la misma hora, con el cabello aún desordenado, luchando por encontrar algún rincón sobre la suave almohada blanca. Bosteza, sí, siempre bosteza y se acerca, no al lavabo. ¡No! No a la tina ni al inodoro, no. ¡Qué va! Ahí se acercará más tarde, cuando ya haya creído verse, digo, verme. Y entonces... ¡Ahí estoy! Tengo que estar porque sino... sino… ¿Qué? ¿Qué pasaría si...? Usted sabe, ¿verdad? Usted... ¡Ja! ¡Qué va a saber!”
El espejo va quedando solo, lentamente, sin el uno, sin el otro.
El reloj encima del espejo, que a la vez hace de puerta, marca casi las seis (al revés). Frente al despiadado artefacto, casi carcomido por la desesperación, un menudo hombrecillo intenta refugiarse en la esquina de un sillón café de cuero, lugar desde el cual, con mucho cuidado, como quien teme encontrarse con la mirada aterradora de la muerte, observa a los otros, esos que de alguna manera han llegado a convertirse en su símil, su identidad, su reflejo. ¡Reflejo! ¡Claro, reflejo! Desvía ahora su vista para proyectarla sobre las manijas falsas que segundo a segundo le dicen que no es Manolo, sino un boceto de Manolo, un monigote con vida prestada. Bruscamente es apartado de su ensimismamiento, de su ilusoria guarida para percatarse de otro que se ha levantado de un brinco, como si le hubieran llamado, como si fuera su turno de ingresar en el consultorio de un psiquiatra inútil, a quién seguramente (como todos) le pedirá de manera algo patética una dosis de identidad. Pero es otra la voz que llama, una voz fastidiosamente aguda, casi intolerable, un pito que parece salir de sus propios oídos y lo obliga a levantarse del sillón café, lo obliga a correr hacia el espejo, hacia la puerta, desaparecer en el mundo cotidiano, convertirse en nada más que en...
— Es su turno señor Contreras —avisa por fin una voz fantasma, grave, monótona, casi lúgubre, proveniente del consultorio. Se abre entonces una envejecida y rechinante puerta de madera detrás de la cual asoma la mitad de un sillón, la mitad de un hombre de espaldas o sin cara, que por ahora (y quizá para siempre) da (de) lo mismo.
Piensa que se salva, que se esconde una vez más del pito, de la desaparición detrás del espejo. ¿O será delante? Entra al consultorio, se acuesta en el diván de siempre. El hombre calvo, sentado en un imponente sillón giratorio le da la espalda y permanece en silencio.
— Todo al revés. ¿A su revés o al mío? No sé. Eso vine a preguntarle. ¿A su revés o al mío? Verá, era... un baño. Sí claro, el maldito baño de todas las mañanas. El lavabo que está a su derecha..., pero que está a mi izquierda, la tina que yo no veo y que de repente comienza a asomar a mi izquierda cuando nos comenzamos a alejar. Pero claro, está a su derecha. Entonces ya estoy harto de...
— De no saber quién es el verdadero, usted o el que ve todas las mañanas...
— ¡Ya sé que usted sabe todo eso y no me importa lo que sepa! Aunque ya no tenga solución debería dejarme hablar. No sólo estoy harto de no saber quien soy, tampoco me da tiempo. El hombre está enfermo, el cerebro me timbra 20 veces al día, mientras que el promedio de los otros es apenas de 5. Ahora, ahorita mismo debe estar cerca de un baño, de un gran...
Suena el pito insoportable, directamente en sus oídos, por dentro, saliendo de su cráneo, desgarrando el tiempo y la falsa sensación de refugiado. Rápidamente, Manolo baja su vista hacia aquel aparato en su muñeca.
—¿Ve? Ni siquiera puedo hablar con usted. Ya tengo que ir, corriendo, verle la cara... o verme la cara. No sé, nunca sabré. ¿A su revés o al mío? ¿Ah? ¡Respóndame! ¡Le exijo…
Otra vez, el cerebro, puede ser la última, nadie sabe lo que ocurriría, nadie nunca lo ha intentado. ¿O sí? Fija su vista nuevamente en el aparato que envuelve su muñeca y sale, atraviesa la sala de espera, se encuentra con el espejo, pero ahí no hay nadie, no importa, abre la puerta, ya está atrás (adelante). No sabe a dónde ir, no encuentra el lugar, el localizador no le dice nada. Sólo un punto rojo que parece rebotar en algún rincón de su laberinto cotidiano, en el que seguramente se perderá si no lo encuentra, si no se encuentra. Busca, sigue buscando, levanta su cabeza, la vira a la izquierda (la derecha), a la derecha (la izquierda). Y ahí están también los otros, mirando sus muñecas, igual que él, corriendo, como si se avecinara un cataclismo, el fin, sería mejor, terminaría el teatro, la farsa; sería lo mismo. Camina desesperado, casi idiotizado por el miedo, la angustia de no encontrar al hombre enfermo. Se le nubla hasta la memoria, intenta recordarlo mientras un automóvil se acerca por su izquierda (derecha) a toda velocidad, sin verlo, a él, que tan elegante va a cruzar la calle, apresurado, atolondrado. Un charco de lodo casi sobre sus pies es alcanzado por la velocidad del vehículo, por las llantas que se incrustan estrepitosamente en el líquido viscoso y se alejan, ya tarde porque sus ojos miran con desesperación la elegancia embarrada, la mancha oscura en “su” pantalón, en “sus” medias, en todo el disfraz.
—Así no, así no vale, y ahora ¿qué hago? O será que a él también le salpicaron y está igual que yo, embarrado de lodo hasta la rodilla?”
Pero no, porque resulta que está caminando a su casa, con el terno siempre intacto, perfectamente planchado, sin la más pequeña manchita. Camina agarrado de su maletín, tranquilo, al igual que las personas que lo rodean, porque aquí nadie mira sus muñecas, nadie se cruza las calles a ciegas, nadie siente que se desintegra, que el tiempo está a punto de caer encima.
Se detiene frente al gran rótulo de un almacén. Una gran vitrina está a punto de captar su...
— ¡No! ¡No puede ser! No tan rápido, ya no alcanzo, ya no llego. —Logra cruzar la calle, sin ver a nadie, a nada, sólo a veces su localizador que no le explica donde está y lo golpea, duro, más duro, pero nada, ya no sirve, —¡Maldita sea! ¡Te tienes que averiar justo ahora! —También se ha embarrado, una lástima.
—¡Oye, Manolo!— Le grita alguien desde un auto que se detiene a su derecha (su izquierda), aprovechando el semáforo en rojo. Se voltea y reconoce a un amigo
— ¡Hola! — Se acerca al auto.
— ¿Quieres que te lleve? — dice el otro. — Voy hacia el norte.
— No, no. En esta calle bajo yo, gracias. — Pero se detiene antes de seguir su camino, algo lo seduce, se fija en el retrovisor, baja la vista, el semáforo cambia a verde.
— ¡Adiós! —Dice el del auto y se va, desaparece. Ya no pudo, no alcanzó a mirarse, mirarlo.
—Solamente suerte, tengo que llegar antes, primero que él —piensa el paranoico hombrecillo, —de otra forma, seguramente desaparezco, me desintegro o me convierto en animal carroñero, antepasado, lo que sea.
Todo hecho un susto sigue mirando, intentando recordar un camino habitual que ha desaparecido inexplicablemente de su memoria y del aparato en su muñeca. —Y ahora, ¿a dónde? A ningún lado, al frente, tal vez.
A la distancia, hundido en lo más bajo de la ciudad, se extiende un parque, lo alcanza a reconocer vagamente, como un sueño; decide dirigirse hacia allá. — ¡Era por aquí¡ ¡Sí, creo que era por aquí!— Sin darse cuenta, entra en una callejuela oscura y casi abandonada.
— ¡Oiga, panita! —Una voz gruesa, exige su rostro, de manera cortante, grosera. Se voltea.
‑– No tiene por ahí un poco de guita que le sobre. —Son dos melenudos de barba.
— No, no, en serio, no tengo nada.
— ¡Cómo que no tiene nada! Si le andamos chequeando. Usted es el de la casota esa de acá abajo. No se haga el loco y pásese el billete o ahí mismo le clavo el cuchillo.
Al fin. Saca las llaves, muchas llaves. No encuentra la precisa. —Aaaa...quí está. —Se abre la puerta con un pequeño empujón, queda entreabierta. A través de la rendija asoma el marco de un espejo.
El cerebro, otro pito, el último. Nunca más de tres veces, de eso no se ha sabido. —¡No! Yo no soy.. —El filo del cuchillo logra rasgar la manga del blazer.
Ni siquiera ha dado un paso dentro de la paz hogareña cuando un escandaloso sonido de cristal roto lo obliga a voltearse instintivamente. No ve a nadie, se aleja de la puerta, levanta la vista, cambia de ángulo. Enrojece, sus ojos comienzan a salirse de su cavidad habitual.
—¡Lárguense al parque, malditos mocosos! —La ventana, le dieron a la ventana del baño, de la cual aún se desprenden pedazos de vidrio, caen, se rompen, mientras una pelota de fútbol se mantiene casi inmóvil sobre el césped del patio. Se acerca, la levanta, se da la vuelta, la patea con fuerza, lleno de ira.
El agresor lo agarra del blazer, se lo quita. Trata de clavarle el cuchillo, forcejean.
Dos vidrieros. Justo dos vidrieros pasan cargando un espejo y…
A Manolo: un puñete en el estómago.
...se rompe completamente, la pelota impacta en medio de la lámina. Los vidrieros se separan de los pedazos reventados, con filo cortante.
Al cuchillero: un puño en la cara.
—Perdón. ¿Están bien? Yo sólo.... es… fueron.. unos mocosos me... yo.... lo siento. ¿Cuánto cuesta el espejo?
Manolo sangra, pero un patazo es su salvación y huye, corre a toda velocidad hasta salir de la calle desierta.
—80 dólares dicen que cuesta. —¿80? —¡Ajá! 80 le va a tocar pagar. —Saca su billetera, su chequera y firma un papelito. —Tenga, con eso espero no tener problemas. Y... disculpen. —Se van.
Sigue corriendo, le falta una cuadra.
Finalmente puede ingresar en su casa, pero se da la vuelta para cerrar la puerta. No se ve, no le ve. Sube las escaleras, deja el maletín en el sillón.
Por la ventana abierta. ¡No! ¡Rota! No importa. Trepa el muro, entra…
... al baño, se acerca al espejo, se mira. —¡No! ¡Pero si no está! ¿Qué pasó? ¿Qué es esto? —Solo aparece el lavabo, media tina a su derecha..
…a su izquierda, porque ahí llega, manchado de sangre y de lodo, golpeado, despeinado, sudando, cansado, sin blazer.
Lo mira, al fin.
Sabe que no es él.